El corazón de César Maldonado, militar retirado del Ejército Nacional de Colombia, era escenario de un pulso entre dos fuerzas de idéntica magnitud. Era una cuerda tensa que, fibra por fibra, se deshilachaba en un rompimiento lento, doloroso, ardiente. Por un lado, estaba el sentimiento del honor: esa voz firme que le dictaba, cada día, que sus acciones debían ser coherentes con la moral y las buenas costumbres aprendidas en su formación militar. Por otro lado, estaba el sentimiento de la vergüenza: esa respiración rápida, desesperada, jadeante sobre la nuca, de las verdades no reconocidas, y todavía atragantadas.
Hasta que un día de 2011, cuando César estaba privado de la libertad en la cárcel La Picota de Bogotá, en la pulsión de valores que había en su consciencia, venció la responsabilidad. En medio de la oscuridad de su celda, la luz provocada por esa revelación definitiva permitió que César vislumbrara el camino.
Eran los días en que compartía patio con quienes habían sido sus adversarios: miembros de las antiguas FARC-EP. Uno de ellos se le acercó y, a quemarropa, le preguntó:
—Oiga, ¿y usted a quién representa? Porque nosotros estamos acá … pero usted es el único militar—le dijeron.
—Represento a los miembros de la Fuerza Pública. A los que están privados de la libertad— respondió César.
—Y, usted ¿cómo dirige a su gente?
—A través de una organización que tenemos.
—Y, ¿cómo se llama?
César respondió lo primero que se le vino a la cabeza:
—Comité de Reconciliación.
Aunque nació en Yarumal, Antioquia en 1968, César ingresó al Ejército en Cúcuta, Norte de Santander, en 1985. Cuando vivía en Medellín, estaba enamorado de una vecina que tenía un novio subteniente del Ejército, con una presencia arrolladora: siempre llevaba botas negras, de caña alta, lustradas con cuidado. Pensaba, en ese momento, que “si era como ese hombre, tendría una novia así”. Pero, en su carrera militar, César cosechó triunfos y dichas: tuvo esposa e hijos, ascendió hasta convertirse en mayor del Ejército, ganó medallas en escenarios abarrotados, siendo el centro de los aplausos. Aprendió que el camino de la lealtad consistía en seguir el buen ejemplo de sus superiores.
También, César recuerda cómo se sintió deshonesto e irresponsable. “Cometí errores”, dice. Un día, unos soldados bajo su mando detuvieron a un par de firmantes de paz que estaban indefensos. Los asesinaron, a pesar de que esto violaba los principios del Derecho Internacional Humanitario. César lo supo. Asegura que no dio la orden. Pero tampoco se opuso.
Pagó las consecuencias de ese acto. Y de otro que, según él, le imputaron sin pruebas: haber participado en un atentado contra un excongresista y líder sindical. Fue condenado. Después de la sentencia, Cesar dice: “sentí que el Ejército me dio la espalda”. Las voces de arriba, antes un faro de mando y honor se transformaron en ataques que lo catalogaban, al igual que a los otros militares presos en el marco del conflicto armado, como “bandido” o “manzana podrida”.
Sintió odio por la institución a la que había dedicado sus días, y sintió temor de que lo mataran. En especial, en 2011, cuando terminó compartiendo patio con quienes habían sido sus oponentes: los hoy firmantes de paz. Sentía hostilidad. Sentía que su cabeza, de mayor retirado, tenía un precio. Que era “como un premio o como un trofeo” de una guerra en la que ya no combatían.
Sin embargo, en medio de una situación que parecía de vida o muerte, César optó por el camino del diálogo. Les dijo a sus compañeros de patio que la hostilidad ya no tenía sentido. Que trabajaran “por lo único que nos identificaba, que nos era común: el hecho de que estábamos privados de la libertad”. Incluso fue más allá y les hizo una propuesta: “que hiciéramos una mesa temática donde estuvieran miembros de las FARC y miembros de la Fuerza Pública, para elaborar un documento con recomendaciones a las FARC y al Gobierno Nacional, con miras a buscar una salida negociada al conflicto”.
La idea resonó. César la formuló en papel, e incluso, antes de salir de los muros de La Picota en 2017, sintió que se había ganado el respeto de quienes fueron sus adversarios en el campo de batalla. El Acuerdo de Paz firmado en 2016 con las antiguas FARC se materializaba. Y la vida de César Maldonado se transformaba.
En esos días de ideas y proyectos alrededor de la paz, tomó fuerza la idea de esa fundación cuyo nombre, Comité de Reconciliación, se le había ocurrido a quemarropa. La pulió y la hizo real. César quiso enfocarla, efectivamente, en los miembros de la Fuerza Pública que, como él, salieron en libertad en el marco de la implementación del Acuerdo de Paz , acogiéndose a la Jurisdicción Especial para La Paz (JEP).
Estableció sus objetivos: proteger los derechos de las víctimas afectadas por las acciones u omisiones de la Fuerza Pública en el marco del conflicto armado; y velar por los Derechos Humanos de los miembros de la Fuerza Pública, comparecientes ante la Justicia Transicional.
Muchos miembros de la Fuerza Pública no habían tenido “el mejor tratamiento penitenciario” ni estaban teniendo “una resocialización real”. Sentían que el Estado no los estaba respaldando en ese nuevo proceso. Que, en realidad, “nadie nos decía qué teníamos qué hacer”. Eran 1.907 personas a la deriva. Por esto César, en alianza con otras personas que habían ocupado altos rangos militares, sintieron la obligación moral de agrupar a todo compareciente de Fuerza Pública que de manera voluntaria quisiera acercarse para que lideráramos ese proceso de comparecencia ante el sistema integral”.
Para garantizar el cumplimiento de ambos objetivos, era fundamental que los comparecientes conocieran y entendieran las dimensiones reales de un sistema de justicia centrado en las víctimas, sobre la base de la verdad y la reparación.
Este enfoque no pasó desapercibido. Llamó la atención de la Embajada de Noruega en Colombia, en su rol de país garante de los Acuerdos de Paz, que ofreció apoyo económico y técnico a la Fundación Comité de Reconciliación. Con este impulso, la Fundación ha crecido “al 500 por ciento”, dice César. A inicios de 2024, la organización ya albergaba a 3.257 personas, y tenía 14 oficinas regionales, en Colombia.
A partir de esa experiencia, en 2022, el PNUD en Colombia, con apoyo de la Embajada de Noruega, comenzó a apoyar la construcción y diseño de un programa de acompañamiento psicosocial a comparecientes de la Fuerza Pública ante la Jurisdicción Especial para la Paz, que pertenecen a la Fundación Comité de Reconciliación. En el año 2023, la Agencia para la Reincorporación y la Normalización (ARN) empezó a acompañar a los comparecientes. con el PNUD, aplicó una encuesta que permitió hacer una caracterización de dichos comparecientes, para determinar en qué ciudad están, cuáles son sus proyectos económicos, cuáles son sus necesidades en materia de salud mental, entre otras. Así mismo, se espera que, con esta caracterización, pueda haber un acercamiento que les permita conocer la oferta institucional que les ofrece el Gobierno, por intermedio de la ARN, y que los funcionarios de esta entidad tengan un mayor entendimiento y sensibilización sobre el proceso de comparecencia de estos ex integrantes e integrantes activos de la Fuerza Pública.
Dice César: “El ingrediente más grande de este proceso ha sido el amor. El amor para entender el dolor del otro. El amor para entender esa necesidad de sanar”. El puente que se ha construido ha permitido instaurar confianza en las instituciones que posibilitan el camino de transición hacia la paz, la justicia, la reparación y la restauración de los daños causados. A su vez, este camino recorrido ha procurado un mejor proceso de comparecencia, para asegurar una verdad plena para las víctimas del conflicto armado.