Dialogar es una habilidad. Una práctica. Cuando dialogamos, tenemos que escuchar y romper el silencio. Pero escuchar ―sin juzgar, sin señalar, sin reducir― no es una tarea simple. Necesita atención y entrega. Necesita experiencias, como las que ha tenido Yamildes Palencia Ortiz, a lo largo de sus 53 años de vida. Un buen día brota como habilidad, tal como lo refleja la historia de esta mujer que, después de décadas de práctica, se dispuso durante días consecutivos a dialogar con quienes le habían causado su mayor sufrimiento.
Lideresa comunitaria y actual presidenta del Consejo de Paz de Valledupar, Yamildes nació en Chimila, un corregimiento ubicado a dos horas de la zona urbana del municipio de El Copey, en el departamento del Cesar. Ella lo recuerda como un “pueblito muy acogedor, hermoso … donde vivíamos muy felices … vivíamos siempre del pancoger … nuestros padres nos enseñaron y heredaron esa forma de responsabilidad y de trabajo”. O lo recuerda así hasta los años setenta, en los que llegaron a sus tierras grupos armados al margen de la ley, y el tranquilo caserío de aserradores y agricultores se convirtió en el escenario recurrente de reclutamientos, despojos, desapariciones, asesinatos y torturas.
En 1979, cuando tenía solo diez años, su mamá la ocultó y la condujo fuera de Chimila. Ya no era seguro vivir en el corregimiento. Entonces, escondida en la parte de atrás de un carro lechero, entre montañas de yucas, la llevó a vivir a Valledupar. Este gesto la salvó del destino que le deparó a muchos de sus contemporáneos: ser asesinados después de haber sido vinculados forzosamente a las filas de uno de estos grupos; y la encaminó a su propósito: el liderazgo, los diálogos y la educación.
Su vida en Valledupar fue difícil. Nunca antes había salido de su territorio. No estaba habituada a la vida urbana. Y, siendo apenas una niña, tuvo que dedicarse a los servicios generales para subsistir. Pudo haberse rendido. Cerrado. Pero, se sobrepuso y estudió hasta ser una profesional. Sabía que las cosas tenían que cambiar. A punta de entereza fue todas las mañanas al colegio, y trabajó todas las tardes y las noches en el aseo de hogares, hasta que se graduó como bachiller.
En esta mezcla de formación y trabajo supo que tenía vocación para impulsar las causas sociales. Primero, se vinculó con una casa ambiental que protegía perros y gatos; y luego se sumó a los espacios de liderazgo de género del Sena. A través de estos activismos visitó diferentes comunidades y territorios, y se afianzaron en ella las semillas del liderazgo.
Yamildes piensa que lo de ser líder “lo llevaba en las venas”, pues nunca dudó en luchar por la protección de otros seres s. Ni siquiera cuando se trató de las personas de los grupos armados que tanto daño le habían causado a ella, a su familia y a sus coterráneos.
Después de la firma de los Acuerdos de Paz, en 2016, se estableció en la zona rural de Valledupar en una Zona Veredal Transitoria de Normalización, llamada Tierra Grata, donde las personas firmantes de paz llegaron, luego de dejar sus armas. Recién firmado el Acuerdo hubo sosiego y destelló un horizonte de paz. Pero sobre la esperanza y la nueva ventura peso de los estigmas, el escepticismo de un cambio real, y el resentimiento de quienes continuaban afectados. Yamildes pudo haber tomado. A pesar de esto ―y a pesar de su historia― le apostó a la verdad y a la reconciliación, y se animó a ser “una de las primeras personas en ir a ese territorio”.
La primera vez que fue a Tierra Grata subió cargada, únicamente, de sus inquietudes. “Quería una respuesta verdadera … ¿por qué habían asesinado tanta gente inocente? … ¿cuál era la forma en que ellos veían la vida?”. Tenía la expectativa puesta sobre el diálogo y se sentía curiosa por “ver cómo eran, qué podíamos escuchar de ellos, qué nos iban a decir”, e incluso “qué comían”. Su curiosidad, honesta y amplia, la acompañaba por esa loma empinada que tenía que subir antes de formular la pregunta con respuesta imposible: ¿Saben algo de mi padre? Su corazón, recuerda, “latía al diez por mil”.
Cuando llegó al campamento quiso salir corriendo. Vio a un firmante y le dijo a la compañera con la que subió que “no podía estar mirando a esa gente después de que había visto tantas cosas”. Pero su compañera la calmó y le recordó su propósito: hacer una apuesta porque ellos y ellas realmente pudieran dejar las armas. Y continuaron.
Esa fue la primera de muchas veces que Yamildes conversó con firmantes de paz: de frente, escuchándoles, comprendió que “también les había dolido la guerra … y también habían sufrido la guerra”. Con estos encuentros empezó a “calmar su sed de verdad”. Reconoció en mujeres y en hombres sufrimiento, así como la bondad que expresaban en el trato con los animales, y la disposición para responder las preguntas con honestidad, por difíciles que fueran.
Gracias a esta experiencia, Yamildes decidió formarse para ser mediadora y puente durante el proceso de reparación a las víctimas de su comunidad y de los territorios cercanos. Fue a donde tuvo que ir e hizo lo que tuvo que hacer. En un inicio se perfiló como mensajera de las preguntas que tenían las personas de Chimila. Después, ayudó a que muchas personas de los territorios llegaran a hacer sus preguntas. Y, al final, incluso, organizó encuentros con comunidades completas que habían sido grave y sistemáticamente afectadas por el conflicto armado, como la de los Montes de María. Sobre su lugar de líder explica: “Dios me dio este don de verdad, de servicio, y de estar conectada. Y, sobre todo, la fortaleza para escuchar todo eso y poder seguir adelante”.
Yamildes, en ese momento, se había convertido en una experta oyente. Y su vocación para la mediación no deja de expandirse.
Actualmente, lidera los procesos de verdad y reconciliación en su territorio. En simultáneo, es la directora de su fundación, llamada Senderos de Paz y Reconciliación; trabaja de la mano con la Unidad de Víctimas y sus programas psicosociales; es presidenta de la Junta de Acción Comunal de su barrio; hace parte del Consejo Consultivo de Mujeres de Valledupar; es la Presidenta del Consejo de Paz del municipio; y, más recientemente, hizo parte de la Escuela de Paz ―una iniciativa propulsada por el PNUD y la Embajada de Noruega.
En todas sus acciones recientes, y especialmente en la Escuela de Paz, se ha enfrentado con un nuevo reto en su capacidad de generar diálogos: poder escuchar a otras personas, pero ya no para resolver un conflicto o aclarar hechos del pasado, sino para crear, a pesar de tener puntos de vista muy distintos, planes de desarrollo.
Las Escuelas de Paz reúnen y capacitan a líderes y lideresas de los territorios, como Yamildes, que los embates más crudos del conflicto armado, y tienen dos objetivos centrales: la incidencia en la agenda legislativa, a través de los y las representantes de las Curules de Paz, y la activación de redes territoriales de víctimas que permitan una mejor articulación de sus agendas locales. En ellas se congregan personas de muchas comunidades y que se identifican con diferentes orillas políticas. Son un centro de diversidad que teje acuerdos, iniciativas, y soluciones políticas, a partir de la expresión de la palabra y el diálogo.
Este nuevo reto reveló a Yamildes un aprendizaje. Ella se dedicaba a mirar, a guardar silencio, a crear lazos de amistad, a fortalecer esa comunidad que se ha tejido entre hombres y mujeres víctimas, como Yamildes, y que hacen parte de la Escuela de Paz. Concluyó que la Escuela ―como la vida― “no era para justificar, para señalar a aquel actor que había hecho algo malo. Era para poder comprender que teníamos que respetarnos las diferencias”. Un espacio de reconciliación, para sembrar, a través del diálogo, una semilla de paz.